CADA DÍA CUATRO DE CADA MES
Nina,
una mujer de cabello grisáceo y corto como este relato. Su tez se confunde con
la nieve y como la misma tiene huellas que va dejando la edad, sin perder su
bella estampa. Bonita por naturaleza, pero resaltaba su belleza el estar
siempre bien vestida, perfumada y bañada en joyas que brillaban como sus ojos
al hablar de su marido. Ese hombre quien fuera su único novio, su amigo, su
consejero, su todo. Quien la conquistó por medio de cartas, desafiando a la
distancia al haber amor, ese amor que no acaba al despedirse uno de esta vida.
El día cuatro del mes triste para Nina, su esposo le dijo adiós, ese día el
brillo en sus ojos se opacó, la amargura caía por sus mejillas y lo único que
le quedaba eran esas cartas de amor, esas cartas que apaciguaban el dolor, que leía
cada día, devolviéndole ese brillo a sus ojos tal si fueran alhajas que
recubrían su mirar.
Cada
día cuatro de cada mes, Nina iba al panteón a darle flores a su amado, a compartirle
temas personales, en fin, cualquier cosa era pretexto para estar más horas ahí
junto a ese hombre quien la hizo conocer la vida a través de un beso, y después
de eso, ella amo la vida cuando fue madre, cuando fue abuela, por lo que
siempre le estará agradecida a su marido por esa dicha que la abrigó y que él
fue parte.
Los
años pasaron y con ellos los días en que Nina tenía su cita con su amor, nunca
faltó, cada cuatro de cada mes ahí estaba arreglada, tal elegante como siempre
y su perfume dejaba rastro en su andar, en ese mismo camino que cada cuatro de
cada mes ella recorría desde su casa al panteón. Sin embargo, los años acaban igual
que el color de las flores de meses pasados que cobijaban la tumba del ser
amado, con ellos se va la fuerza del cuerpo, las canas se vuelven más blancas,
nacen más arrugas y el caminar ya es imposible. Nina acogió su cama como su
mundo, las cartas siempre la acompañaron junto a las joyas y ese perfume que
deja marca en su camino hacia el panteón, pero ahora, sólo mira desde el
asiento del copiloto a sus hijos dejando las flores a su amado ese día cuatro
de cada mes. Y desde el coche ella le habla con pequeños susurros que besan la
cruz adornada con flores y la esencia de su esposo.
Los
años siguieron, el brillo de sus ojos se fue perdiendo por una enfermedad que
la obligó a quedarse en un hospital, fueron semanas eternas en donde el
maquillaje, las joyas y ese perfume le faltaron, así como las sonrisas que se
escondieron en su boca y por más que las quería encontrar, no aparecieron.
Continuó encamada, teñida en tristeza, golpeada por esa enfermedad que no le
dejaba levantarse para ir el cuatro de ese mes a su cita puntual.
El
día cuatro llegó, ella estaba recostada en la cama del hospital, el alimento no
le entraba, su voz dormía entre su lengua a un costado de esas sonrisas que no
salían hasta que sus hijos le leyeron las cartas, una tras otra, y así se
fueron yendo las palabras con las horas que pasaban. Una breve sonrisa esbozó
su rostro, una tímida sonrisa deseosa de salir, pero lo faltante de fuerza impedía
que se asomara por completo. El día se esfumó al término de las cartas, la hora
puntual a su cita con su amado la perdió por primera vez en catorce años, el
sol se ocultó, la luna nació junto con las estrellas que fueron cómplices de su
esposo, quien fue a buscarla en esa noche fría que se hizo cálida para ella al
apretar su mano, al besar su alma para irse con él a ese viaje eterno de dos
que se aman y quieren seguir juntos en el más allá donde el cuerpo humano no
puede llegar, en donde el brillo de sus ojos jamás se apagará. Y ahora son sus
hijos los que dejan flores para los dos, cada día cuatro de cada mes.
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