"Una familia, dos mundos"
Después de 52 años descubrí el porqué del
trato amargo de mi padre, de ese deseo de separarse de su familia, el cual yo
había comprendido erróneamente todos estos años, porque lo que quería no era
alejarse de nosotros, más bien, era estar con todos.
Mi padre fue un asturiano con corazón de
rojillo que retó al franquismo buscando una mejor España. Esta lucha lo llevó a
sufrir grandes pérdidas como la de sus hermanos y una que marcó su vida fue el
dejar a su esposa e hijos. Al ser exiliado llegó a un pueblo africano y por
medio de cartas se comunicaba con su esposa Manuela, una mujer que sacrificó
todo por darle a sus hijos un techo en medio de la desgracia, que calló ante
los militares para no confesar donde estaba su marido, sufriendo diversos
tratos grotescos que no valen la pena recordar por medio de estas letras, pero
era un sufrir interminable, viviendo en la miseria absoluta por los estragos de
la guerra. Siendo esas cartas su único sustento para mantenerse en pie y
limpiarse esas lágrimas que abatían su mirada al fallecimiento de uno de sus
hijos por culpa del hambre y del frío que se acobijaron en él para no soltarlo
nunca más.
Las cartas de promesa de verse pronto,
coloreaban a Manuela que estaba gris como la guerra y las consecuencias de la
misma, esas cartas eran el refugio para evadir la realidad que la carcomía y
una tarde mezquina dejaron de llegar a sus manos al irse de Asturias por
necesidad. Siendo Alicante quien le abriera las puertas, pero le cerró el
seguir sabiendo de su marido, ya que la carta de ella en donde le decía que se
iba al sur, nunca logró su destino, pues Hilario esa tarde se montó en un
barco, siendo una oportunidad que no debía de dejar pasar al tener a los soldados
ibéricos en su búsqueda como en todo español que estaba en contra de Franco.
Por lo que zarpó en medio de la angustia y con la esperanza de que Manuela
supiera de él. Al dejar en el horizonte
su patria, su futuro se veía incierto, quedándole solamente de su España una
boina negra como la noche que lo recibió México.
Los años pasaron, las cartas en la casa
de Asturias seguían cayendo como la madera vieja de ese hogar desierto y en
África las de Manuela llegaban a su destino sin destinatario. La preocupación
de ambos iba creciendo al no saber del otro, y el tiempo se devoró la vida, arrebatándoles
el verse nuevamente, aunque en sus mentes ellos seguían presentes a pesar del
paso de los días y de los años. Sin buscarlo, México le brindó una nueva
historia a Hilario, la cual escribiría la segunda parte de su vida; lo acogió
una mujer que le dio hijos entre ellos yo, el más pequeño de todos, el que le
rogaba Dios que no muriera Franco sin saber quién era, todo por la inocencia
que uno tenía de niño, al escuchar a mi padre decir “cuando muera Franco me
regreso a España”, provocándome miedo al sentir que lo perdería.
Él siempre fue serio, nos demostró amor
a su manera, porque una parte de él quería lo mejor para nosotros y en el
brillo de sus ojos al vernos nos decía cuanto nos quería, pero otra parte
buscaba que no nos encariñásemos. Y ese brillo en sus ojos cambiaba por una
mirada vertida de una historia inconclusa que no nos quiso contar, quizá por
temor a ser capturado, fuese lo que fuese, la sequía de su cariño soplaba en
nosotros intentando acomodarnos con la familia de mi madre, porque él estaba
decidido inconscientemente en volver a su tierra, la razón la desconocíamos, tal
vez mi madre la sabía, pero su boca fue una tumba hasta el final. Y ese deseo
de mi padre duró hasta que cumplí 15 años.
Se despidió de este mundo sin volver a
España, me dijo adiós con ese brillo en su mirada cuando quería decirnos cuanto
nos amaba, se fue dejando su boina negra con olor a miles de kilómetros
recorridos, con una historia y dos mundos que 37 años después de su partida
descubrí por medio de un mensaje que puso mi hermana en una página de internet
española. La respuesta no se hizo esperar, una joven contestó que ella era nieta
de Hilario. Y por medio de un mensaje que llegó a los oídos indicados, pude
conocer a dos hermanos, hijos de mi padre. Los cuales tenían las mismas canas
de mi viejo y esa manera de hablar que me hacía recordarlo. Y sólo bastó una
fotografía que tenían para que no hubiera duda de que éramos familia. Antes de
despedirnos de esa video llamada en la que los sentía tan cerca de mí, uno de
ellos, el que estaba en el vientre de Manuela cuando mi padre se fue de España,
me preguntó con voz quebradiza ¿a qué olía papá? A lo que le respondí semanas
después cuando volé a España para conocerlos en medio de un mar de lágrimas y
abrazos eternos por tantos años perdidos. Y entre los ojos llorosos, las risas,
el sentirnos por primera vez, de la maleta agarré esa boina agujerada que
estuvo guardada por mucho tiempo en el cajón de mis recuerdos, para regalársela
a mi hermano y supiera a lo que olía papá.
Después de ese recibimiento emotivo,
fuimos a esa casa en Asturias. No mucho quedaba de ella, pero seguían los
cimientos para mantener las raíces de mi padre, así como su esencia que a
través de nosotros volvió a su tierra para unir a la familia. Por lo que contemplé lo que quedaba de su
hogar, lo que había construido, lo que nunca me contó y agarré tierra que
estaba resguardada en la entrada de la casa, tierra que solté en el panteón de
México sobre la tumba de mi padre para que sintiera de nuevo parte del pueblo
que lo vio crecer.
Comentarios
Publicar un comentario