"LOLA"
Lola
es de esas mujeres que la vida de pueblo les cobró factura, tiene su piel
morena como la tierra del campo en la que la mayoría de los hombres trabajan en
ese poblado agrícola, también es fuerte, igual que un rayo de sol en plena
jornada laboral en la siembra, pero esa fuerza es opacada por las arrugas que
acaparan gran parte de su cuerpo haciéndola ver mayor de lo que es. Es sumisa,
en general, todas las mujeres de ese pueblo lo son. El hombre, ese que empuña
su mano en la tierra que le da de comer, así como un hogar, es quien manda. Ese
hombre con su fatiga labrada por el esfuerzo del trabajo duro, regresa a su
hogar con el cansancio en sus hombros, el cual le da derecho, según él, a
tratar como un objeto a su mujer, a bañarla de agravios, provocándole esas lágrimas
que se aferran a los ojos para no salir por miedo, igual que las palabras que
se mueren en la lengua sofocadas por la angustia, prefiriendo recibir insultos
antes de ofender a su marido.
Lola,
todas las mañanas recibía insultos de su marido; floja, para que te arreglas si
eres fea, eres una bruta, no sirves para nada, Lola esto, Lola aquello. Y Lola
se sostenía como los jornaleros se sostienen de pie en el campo. A pesar de ese
sufrir interno, de sentirse menos, Lola sacaba a la vista una sonrisa fingida
que maquilla una verdad, preparaba el desayuno y volvían las injurias, igual
que en la cena cuando su marido regresaba.
Todos
los días eran iguales, un infierno que para ella era el cielo, porque así se lo
hacía ver su esposo, debía de valorar ese esfuerzo que le dio techo y comida,
por lo que no le hacía falta nada. Ella no conocía nada más; un lujo, algún
detalle, eran inexistentes. Por lo que sí creía que él le dio el cielo, pero
siempre se preguntaba por qué era así el cielo, por qué no era ese paraíso que
él le prometió cuando se conocieron una tarde como cualquier otra, en donde él
llegó a la fondita que la mayoría de los jornaleros solteros iban después del
trabajo. Lola cocinaba ahí, sus miradas se encontraron luego de que él probara
el caldo de gallina que volvió loco su paladar. Ese caldo fue cupido, el que
sedujo al hombre para esposar a Lola quien la hizo dejar de trabajar, ya que,
para él, una mujer casada sólo se debía dedicar al hogar.
Lola
hizo ese caldo dos o tres veces al inicio del matrimonio, pero se fue olvidando
en el cajón de las recetas, tal vez por la falta de dinero que a veces sólo
daba para tortillas, frijoles y alguna otra cosa que cogían de la siembra, por
eso se quedó en el olvido.
Una
tarde Lola intentó que su marido dejara a un lado los insultos y los golpes,
quería que la tratara como al inicio cuando la cortejaba, cuando era ese
príncipe azul que toda mujer sueña, antes de que lo machista llegara. El ser
machista era casi un requisito para los hombres que desearan vivir ahí, y Lola
tenía que aguantarse, pero esa tarde quiso que lloviera en ese desierto en el
que vivía. Con el dinero ahorrado fue al mercadillo y compró todos los
ingredientes para hacer el caldo de gallina, ese que tanto le gustaba a su
marido, ese que lo hacía amoroso. Luego de hacer las compras, pasó por el campo
y le dijo a su esposo que esta noche será especial y no por el aniversario de
casados, ese se había guardado en los recuerdos como las fotografías en los
álbumes que no se vuelven a ver jamás. Esta noche ella le haría ese caldo de
gallina que tanto le gusta, ese caldo que él se saboreó al momento que le dijo
y ya esperaba que se acabara el día laboral.
Lola
se arregló como nunca lo había hecho, ni en su boda se había maquillado tanto,
ni peinado, se puso su mejor vestido, creyente que su esposo recordaría su
aniversario, que le daría gracias por ese caldo, un gracias por ser su esposa.
Llegó
la noche y las ofensas de su marido con ellas, - eres una inútil, estoy cansado
y no tienes la comida, siempre es lo mismo contigo-. Ni notó que se había
embellecido, sólo los reclamos por no tener la comida lista eran lo que brotaba
de su boca. Esa angustia que devoraba las palabras de Lola para no ofender a su
esposo se fue deshaciendo en su interior, el caldo estaba en plena ebullición como
su sangre y la rabia tiñó sus ojos marrones al instante que otro insulto
volvió. -Apúrale mujer, no sirves para nada-. Y Lola se vistió de esa fuerza
que sus arrugas opacaban, miró la olla con las burbujas reventando en el borde,
el fuego intenso de la estufa fue el reflejo de sus ojos al voltear hacia su
marido, que molesto exigió de nuevo sin un por favor. Era lo único que pedía
Lola, un poco de educación hacia ella, sin embargo, esas palabras no llegaron.
Luego de la última queja que esbozo su esposo, a Lola le venían en su pensar
todas esas palabras que la atormentaban, que le rasgaban el corazón. Así que cogió
la olla con las dos manos aventándosela en la cabeza a ese hombre que la
trataba mal. El agua hirviendo lo bañó por completo, los pedazos de gallina
cayeron al suelo y a su ropa, los gritos de dolor rebotaban por todas las
paredes de la casa. Lola quedó con la
respiración agitada, no sabía si estaba asustada o era asombro por lo que hizo
y levemente una sonrisa brotó de su cara. Después de ese suceso, su marido
comenzó a decir gracias y por favor, pero a otra mujer. Porque Lola esa misma
noche se fue junto con la dignidad que le quedaba, se fue para no volver jamás.
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