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Relato del caballo blanco






EL RELATO DEL CABALLO BLANCO




Esta historia está inspirada en la letra de algunas canciones del cantautor mexicano José Alfredo Jiménez.




Hay una simple razón por la que un joven de apenas veintitantos años con un trabajo decente en una cantina de Guadalajara pretende dejar todo para coger camino al norte, y es por ella. Esa mujer de ojos canela que una noche negra como mi suerte me dijo de un golpe ya no te quiero, consciente estaba yo que esos labios mentían, pero me di cuenta después de semanas en la que traté de olvidarla al estilo Jalisco, sin embargo, en cada intento de olvido y a cada brindis por ella, sólo la recordaba con todo lo que conlleva esa primera noche que se entregó a mí.
Paloma, esa de ojos canela, piel morena y sonrisa eterna, tenía conmigo una relación breve con sabor a muchos años, por lo que no comprendía porque esa noche gris me dijo adiós, un adiós que le exigieron sus padres al no quererme cerca de ella, por eso de las clases sociales, pues eran de abolengo y yo hijo del pueblo, oponiéndose a lo nuestro a pesar de que nacimos para morir iguales. Luego de fallidos intentos de olvidarla y comprender que era una falacia ese adiós porque su amor por mí seguía vigente, fui a verla tantas veces a escondidas, otras tantas a pura carta de amor que con cada palabra escrita volvía a sentir en su alma los besos y caricias que alguna vez le di. Así pasó el tiempo, con cartas, escondites, besos pendientes y un amor infinito que iba creciendo cada día, hasta que un domingo me sacudió con locura, no quería alejarme de Paloma ni ese día, ni nunca, por lo que la fui a buscar en mi Mustang blanco, ese carro viejo, pero fiel acompañante que fue testigo cuando le dije- vámonos, vámonos lejos, allá donde sólo este nuestro amor-.

Y así fue como manejé con mira al norte, quitándole la capota al carro para sentir el viento de libertad, avanzando rápidamente, volando por todo Nayarit para perderle el rastro a sus padres antes de que nos pudieran perseguir. Dejamos atrás los cerros verdes y el azul del cielo al llegar a Escuinapa, en Culiacán lo viejo del auto cobró factura, mucho humo comenzó a salir del cofre, pero no detuvimos marcha, pues a esas horas los padres de Paloma ya la estaban buscando. En el camino paramos en una cafetería cutre de madera vieja como de historias, ahí en un televisor antiguo con la imagen distorsionada y el volumen bajo, apareció la noticia de que a Paloma la habían secuestrado. Su fotografía enmarco la pantalla unos minutos, suficientes para sentir que nos iban a encontrar. Le di el último sorbo al café, y huimos hechos la mocha, bastándonos unos kilómetros para detenernos cuando entrando a los Mochis derrapamos en una curva, chocando de frente contra un árbol. No hubo mayores daños más que la defensa doblada y un faro roto, siguiendo nuestro viaje por las veredas desérticas y verdes que nacen por toda la tierra Sonorense en donde en el valle del Yaqui descansamos un poco, saliendo de él con la llanta izquierda ponchada. La cambié con una destreza que ni yo creía, colocando el neumático de repuesto, uno más pequeño, pero funcional, y avanzamos por Hermosillo con el mirar de la gente que ya habían visto la noticia nacional. Alguien de ahí avisó a las autoridades de nuestra presencia, porque en Caborca comenzó una persecución, perdiéndole la huella a los policías en el calor de Mexicali, el cual nos estaba matando poco a poco porque la capota ya no quiso subir. Esta aventura continuó a paso lento por la Rumorosa, íbamos con  el auto caliente con el humo saliendo nuevamente, la defensa caída y un foco roto, además de que la llanta izquierda no aguantaba mucha velocidad, desgastándose al dejar a las patrullas atrás, por todo eso, nos fuimos lento contemplando la madrugada, topándonos con el Sol al entrar a Tijuana, junto con él, otros policías que nos corretearon para que no lográramos nuestro objetivo de estar juntos en un mundo sin leyes, ni nada, nomás nuestro amor. El Mustang sabía que debíamos de conseguir la hazaña, dejándose pisar a fondo para llevarnos a Rosarito, sin importarle lo faltante de gasolina que marcaba el tablero, no se apagó hasta llegar a Ensenada con la mañana vistiendo a la bahía y la policía siguiendo nuestros pasos. El vámonos quedó a nada de lograrse, ya que tuve que soltar a mi Paloma querida, diciéndole que nunca me olvidara, y antes de que llegaran las patrullas me respondió con un beso que no buscaba un final, pero debía de tenerlo, al término de sus labios en los míos tomamos rumbos distintos, dejando al Mustang blanco estacionado en el mirador de Ensenada, después de su aventura que inició un domingo en Guadalajara.

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