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Relato corto: Notas de viaje




NOTAS DE VIAJE


Ya sé que no te gustan los viajes en coche y menos cuando son distancias largas como la de esta travesía desde Ensenada hasta Veracruz, pero me hiciste falta en cada parada en los diversos pueblos que nos acogían, unos con sus veredas estampadas de verde y otros amarillos, marchitos por los golpes del sol.  Sonora nos recibió en la agonía del atardecer, un buen corte de carne nos revivió después de tantas horas manejando. El compadre Javier prefirió un percherón, un burro gigante que con solo verlo te hubiera llenado. En el camino al siguiente Estado, Raúl manejó por lo que aproveché el tiempo mirando por la ventana ese camino desértico que en algunas partes se bañaba de vegetación, más cuando bajábamos a Sinaloa y en ese trecho me puse a pensar en ti. Me quedé preocupado por esos dolores de cabeza que te dieron unos días antes de irme, pero te hice caso de que no era nada y heme aquí recorriendo el país gracias a tu apoyo, y a través de estas notas quiero relatarte cada sitio que visitamos, y por medio de mis palabras sientas cada lugar como si los vieses con esos ojos negros como la noche que nos cobijó al entrar a Mazatlán.

Una caminata por el malecón la mañana siguiente, la arena entre los pies y el agua del mar caliente, por ese sol que vertía sus rayos en él. Para despedirnos de este puerto con una deliciosa comida frente a la orilla del mar, dejando en el recuerdo el monumento a la mujer mazatleca y el espectáculo de unos valientes que se aventaban al mar desde la roca “el clavadista”. El volante me tocó todo el trayecto hasta llegar a Nayarit, en donde el pacífico parecía aguas termales, y cada pueblo estaba lleno de vegetación y de un calor húmedo que te hacia sudar cada gota de cerveza que ingeríamos para soportarlo.  Nos pasamos a Jalisco entrando por puerto Vallarta, con su malecón interminable. Ahí volvimos a comer mariscos, con el sol vigilándonos en las alturas, dándole brillo a esa corona enorme que posaba en lo más alto de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. El atardecer lo recibimos en Guadalajara. Una tarde inolvidable entre mariachi, carne en su jugo, tacos de birria, y la torta ahogada que enchilaba tanto que no fue suficiente un caballito de tequila para matar el picor, y al ritmo de José Alfredo Jiménez la noche estrellada fue testigo de nuestro cantar que era tan malo como la sensación de no verte en varios días, pero tan apasionado como ese beso que nos dimos de  despedida. Y así, con el último trago del gran José Alfredo le dijimos adiós a Jalisco para toparnos unas horas después con la capital. Quedamos cautivados por la arquitectura de Bellas Artes, el caminar por la calle Madero que nos sorprendía con cada espacio arquitectónico que la envolvía, terminando en el zócalo con la bandera mexicana ondeándose con el viento que nos sacudía al quedarnos idos por esa estampa de la catedral que por dentro era más bella. El andar por Reforma, el ángel de independencia, el castillo de Chapultepec, en fin, nos dimos un manjar de sitios impresionantes junto a una comida a base de maíz de todos colores. Tanta euforia arquitectónica que en el norte no teníamos nos mandó camino a Querétaro a visitar el cerro de las campanas, la casa de Josefa Ortiz de Domínguez, las plazas, los callejones que no eran tantos como los de Guanajuato a los que llegamos acompañados de la estudiantina compartiendo historias en las típicas callejoneadas. Te hubiera encantado el teatro Juárez de estilo dórico que te trasporta a tiempos antiguos, así como el mirador resguardado por El Pípila, en donde se ve un paisaje espectacular vestido de construcciones elegantes y sitios históricos como la alhóndiga. Mucho caminar en esta ciudad, pero cada andada valía la pena porque cada paso que dábamos estaba lleno de historia, de esa que no se cuenta en los libros de texto.  La noche la usamos para viajar, café en mano y el rotarnos el volante fue parte de ese trayecto rumbo a Veracruz. El puerto jarocho nos daba la bienvenida con el danzón en la plaza, y las marimbas retumbando tal si fueran campana de iglesia. El café veracruzano nos mantuvo alertas todo el día, su sabor era tan intenso como las vivencias que guardaba la fortaleza de San Juan de Ulúa y todos los recintos culturales que fuimos recorriendo al paso de las horas, en donde nos faltaron días, pero debíamos de ir a las pirámides del Tajín ya que estaba en el itinerario y valió la pena el desvelo para llegar ahí. Lo cansado se nos olvidó al palpar las pirámides, al respirar de la flora que albergaba a la que se cree que fuese la capital del imperio Totonaca. Para finalizar esta aventura que fue un collage de cultura dentro del mismo país, cierro estas notas con el pequeño pueblo de Papantla que al ritmo de sus voladores en la plaza central nos dejaban ver su vuelo que fue lento como el regreso a Ensenada. Y al sentir la brisa de la cenicienta del pacífico, solo pensaba en estar a tu lado para leerte estas notas que las tuve que guardar más de lo que esperaba, porque al llegar a casa el luto en mis ojos se dibujó. Esos dolores de cabeza fueron el preámbulo de algo que te arrancó la vida, quedándome con ese beso que aún mantengo su sabor, el que me da fuerza cada semana de cada año que ha pasado, para estar frente a tu tumba leyéndote estas notas de viaje. 

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